domingo, febrero 25, 2007

Apología de la globalización financiera



THE NEXT GREAT GLOBALIZATION: HOW DISADVANTAGED NATIONS CAN HARNESS THEIR FINANCIAL SYSTEMS TO GET RICH por Frederic Mishkin. Princeton University Press. 2006. 310 páginas.

Frederic Mishkin es un economista académico de peso. Es profesor en Columbia, autor de numerosos libros en banca y finanzas (entre ellos, uno en coautoría con Bernanke), editor de varias de las revistas académicas más prestigiosas e investigador de varios centros de investigación importantes. Es por eso que, cuando habla, hay que escucharlo.

En THE NEXT GREAT GLOBALIZATION, Mishkin promueve a la globalización financiera como un componente esencial de una estrategia de crecimiento para los países en desarrollo. Por globalización financiera entiende la apertura de los mercados financieros de un país al capital extranjero y a instituciones financieras extranjeras (aunque se trata de cosas muy diferentes ya que una cosa es la presencia de bancos con capital de origen extranjero en el sistema bancario local que, finalmente, están bajo la regulación local y deben competir en igualdad con los locales y, otra muy diferente, es la liberalización de los movimientos de capitales). Distingue entre la liberalización financiera interna, que significa levantar las restricciones a los bancos locales para prestar, de la liberalización financiera externa que consiste en la apertura de la cuenta capital y a los bancos extranjeros. De esta última se ocupa el libro.

La receta de Mishkin es simple: “reforzar los derechos de propiedad y el sistema financiero”. Su visión es que “las instituciones correctas enriquecen a un país” donde la causalidad va de desarrollo institucional a desarrollo económico. Esto, por supuesto, está lejos de ser aceptado entre los economistas. Obviamente que más calidad institucional es mejor pero la cuestión es si el desarrollo institucional precede y causa crecimiento o, en cambio, es producto del crecimiento y, a su vez, lo retroalimenta.

Mishkin reconoce que “desarrollar un sistema de derechos de propiedad sólido es una empresa complicada” porque es el resultado de una larga evolución social y económica. Más aún, a partir de la experiencia china, señala que “las instituciones que funcionan bien en un país avanzado pueden no siempre funcionar en un país en desarrollo; pueden tener que se adaptadas al ambiente local”. Pero sus recomendaciones de política son generales, no detallan como es el proceso de adaptación a lo local. Aunque Mishkin critica, por ejemplo, el enfoque de “receta única” del FMI, lo que termina promoviendo no es muy diferente.

El problema es promover la globalización financiera para todos pero luego aceptar la posibilidad de que fracase en algunos casos, es mala economía. Si este fuera todo el aporte científico de los economistas están bien lejos de otras profesiones: ¡Al menos los médicos hablan de efectos secundarios, interacciones con otros fármacos y contraindicaciones!

Entender el fracaso es tan importante como la recomendación general. Mishkin lo hace. Buena parte del libro está dedicado a estudiar “el fracaso de la globalización”. ¡Buena parte de la evidencia contra la globalización financiera es citada por el propio Mishkin!: “18 de 26 crisis financieras en los últimos 20 años ocurrieron después de que se hubiera liberalizado el sector financier, en forma interna y externa, dentro de los 5 años siguientes a la liberalización” (aquí el lector tiene derecho a preguntar ¿por qué seguir leyendo entonces?).

El fracaso de la globalización financiera puede ocurrir porque los bancos tomaron riesgos excesivos (y entonces, dice Mishkin, hay que tener buena regulación y supervisión bancaria) o porque “los poderosos intereses empresarios locales pervierten el proceso de liberalización financiera” (y aquí Mishkin parecería sugerir que el estado no debería salvar bancos en problemas por cuenta del contribuyente). También puede fracasar la globalización financiera porque hay una corrida cambiaria. Mishkin se pregunta “¿por qué las crisis financieras son tan diferentes en los países avanzados?” La especulación contra la libra en 1992 o la crisis de los Savings & Loans en EE.UU. no terminaron en crisis a gran escala. Su respuesta es porque “las economías avanzadas rara vez son golpeadas con crisis gemelas (cambiaria y financiera) porque la estructura de su deuda (…) está denominada en moneda local y es de largo plazo”. Si Mishkin hubiera reflexionado más sobre porqué los países en desarrollo, y sus empresas, no pueden emitir deuda en moneda local a largo plazo tal vez podría haber concluido que, en aquellos lugares entonces, la globalización financiera no es la receta única que él pretende.

Su análisis de la crisis argentina muestra más agujeros conceptuales del libro. “La historia de Argentina es la más deprimente de todos los casos de estudio del libro. Argentina hizo muchas cosas correctas al desarrollar un sistema financiero que promoviera el crecimiento pero (…) problemas estructurales (…), el fracaso para lidiar con problemas fiscales, y algo de mala suerte, que debilitó los fundamentals macroeconómicos, llevaron a una crisis mucho más devastadora y larga que las de México y Corea”, señala Mishkin.

Dos cosas sorprenden del análisis. El olvido del atraso cambiario como causa de la crisis y los fuertes elogios a la regulación bancaria que tenía el país antes de la crisis. Sobre la fortaleza de la regulación, Mishkin señala que los argentinos “crearon uno de los regímenes de regulación y supervisión bancaria más innovadores en el mundo” y que “como resultado de estas reformas, en 1998, el Banco Mundial colocó a Argentina en el segundo lugar entre las economías emergentes por la calidad de su ambiente regulatorio”. Luego de esto, el propio Mishkin reconoce que los reguladores argentinos “no obligaron a los bancos a tomar en cuenta el hecho de que, si la convertibilidad se abandonaba, quedarían expuestos a un riesgo cambiario muy grande inclusive si en sus libros los activos y pasivos denominados en dólares eran equivalentes”. ¡Esto es como alguien que elogia a un arquitecto que construye la mejor casa posible, aunque sin defensas para el agua en una zona inundable!

El problema del libro Mishkin promueve la globalización financiera como receta única a pesar de estar lleno de advertencias acerca de los fracasos ocurridos o posibles. Mishkin insiste en que es un camino difícil, que “no hay una respuesta simple”, que requiere “trabajo duro de parte de las economías emergentes” pero aún así no se le ocurre explorar alternativas. El lector puede preguntarse si es legítimo promover un camino que fracasó tantas veces y con tantos obstáculos a vencer.

La historia de los países exitosos enseña que hay muchas formas y secuencias de integración financiera al mundo. Hasta puede argumentarse que cuanto más gradual y prudente sea este proceso, y la consiguiente utilización del ahorro externo, mejor le va al país en cuestión. Claro que tiene que estar acompañado por políticas monetarias, cambiarias y fiscales sólidas.

La experiencia de América del Sur con sus diferentes episodios de liberalización financiera en las dos décadas pasadas son buenos ejemplos de que la entrada de capitales irrestricta, combinada con tipos de cambio fijos, que se atrasan, es la receta para el desastre. Mishkin parece ignorar años y artículos de evidencia que muestran que los flujos de capitales son uno de los factores causales del ciclo y la volatilidad en los países emergentes y que, como estos flujos dependen del estado de la liquidez en los mercados desarrollados, la apertura irrestricta deja a las economías en desarrollo a merced de la liquidez global, con el agravante de que el tamaño de los sistemas financieros locales es chico en relación a los países desarrollados.

La retórica de Mishkin va en esa misma dirección. Los ejemplos de globalización financiera que presenta al lector son ingenuos: “cuando un inversor japonés compra un bono del tesoro de los EE.UU.” o “un préstamo del Citibank a un fabricante de zapatos malayo” o “la apertura de una oficina de un banco español en Santiago, Chile”. Y son ingenuos porque difícilmente el lector considere a cualquiera de estas manifestaciones de la globalización financiera peligrosa. Si en cambio Mishkin hubiera personificado a la globalización financiera como flujos de capitales que representan varios puntos del PBI del país receptor dispuestos a irse en pocos meses ante un cambio en las condiciones de liquidez mundial el ejemplo hubiera sido más relevante.

Esto es lo curioso del libro. Mishkin entiende los problemas de la globalización financiera. Algunos están bien explicados en su libro. Hay recomendaciones apropiadas. Por ejemplo, limitar el descalce de monedas en el sistema bancario para acotar la dolarización de los pasivos y es justamente lo que se implementó luego de la crisis en Argentina mediante la prohibición a los bancos de prestar en dólares a firmas no exportadoras. Pero otras recomendaciones de Mishkin no pueden aceptadas en forma general tales como “sin el respaldo institucional adecuado sea cuidadoso al adoptar el seguro de depósitos” o “saque al gobierno del negocio bancario”.

Mishkin recomienda que “la política monetaria promueva la estabilidad de precios” para lo cual hay que evitar los “desequilibrios fiscales”. Sin embargo, Argentina tiene superávit fiscal y tiene inflación alta. Más aún, el caso chileno entre 1980 a 2006, que cierra el libro como el gran ejemplo de que la reforma “puede hacerse inclusive en América Latina”, es uno donde la inflación superó el 20% anual en promedio durante más de una década y aún así la economía creció. No es obvio que crecer a tasas altas, con cierta rigidez de precios a la baja, no exija una inflación anual alta pero manejable.

¿Cómo es posible que un economista técnicamente dotado, con un conocimiento casi pleno de los problemas de la globalización financiera, la promueva abiertamente como si no hubiera alternativa? Una respuesta posible es que la ideología nubla la visión. Esto es evidente en su opinión de la Argentina de hoy. Dice Mishkin: “Kirchner está volviendo a las desastrosas políticas (…) anti-mercado (…) Uno de los ejemplos más ilustres es la medida (…) de restringir las exportaciones de carne por seis meses con el objetivo de aumentar la oferta doméstica y bajar el precio (…) El país está condenado a perder otros 50 años de crecimiento económico”. Calificar a un gobierno conservador en política fiscal de esta manera es un despropósito. Además, cuando se trata de la canasta alimenticia no hay ortodoxia o heterodoxia (aunque personalmente hubiera preferido la suba de las retenciones en lugar de la restricción cuantitativa). ¿Acaso no acaba México de controlar el precio de la tortilla sin qué por eso se lo haya colocado fuera del mundo civilizado? Sólo un economista fuertemente ideologizado puede desconocer esto y tomarlo como argumento para augurar medio siglo de infortunios.

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